Cuando narra el momento en que quedó viuda alude a la imagen de un barco del que se hace cargo y cuya tripulación la conformamos mi abuela, mi hermana y yo. Ana es mi madre, me tuvo a los 41 años. Los hombres de sus afectos la han abandonado tempranamente: su padre a los 15, un hijo a los 30, su marido a los 42. Tras la temprana muerte de su hijo decidió mudarse a Londres para hacer un doctorado; luego del fallecimiento de mi padre se dedicó a recorrer innumerables herbarios europeos: desde entonces no ha establecido ninguna otra relación de pareja estable.


Eligió apoyarse en la botánica: sus viajes de campo y la recolección incansable de especímenes como una posible forma del duelo. La única constancia en su vida, su pasión sostenida, como quien dice, ha sido su trabajo en el Museo Botánico. No conoce el ocio ni sería capaz de concebir la vida sin ofcio. Ahora le ha llegado el momento de la jubilación. Es en este momento preciso cuando siento por primera vez la pulsión de fotografarla. Y de filmar.


Soy fotógrafa y mi madre es botánica. Tanto la fotografía como la botánica son producto de una voluntad del siglo XIX de conocer y ordenar el mundo. Nominar para dominar: en el caso de la fotografía, fue la herramienta predilecta para categorizar al mundo social, en el caso de botánica fue la disciplina que vino a nombrar y ordenar el mundo vegetal. La disciplina marca –al menos en Ana– un carácter, una forma de ser. Esa forma de ser, es también una forma de ver.


Este proyecto es el encuentro de mi mirada con la suya.